por Rafael Doctor
Desde hace mucho tiempo, realmente desde casi siempre, conozco y amo a las ciudades según sus rastros. Una ciudad sin ese eslabón activo del pasado o es una urbe hiperacelerada o es un lugar sin historia. Para todos los que asiduamente recorremos estos espacios y nos gusta rebuscar y perdernos en ellos sabemos bien de la belleza de lo proscrito, de la magia de lo inaudito, de lo inesperado y, sobre todo, de la alegría del encuentro de lo no buscado.
Los rastros son los verdaderos sumideros de la memoria de las ciudades, el tamiz que el pasado ofrece al tiempo en un nuevo ejercicio de reactivación hacia un presente que lo volverá a devorar de nuevo. Son rastros de restos, no son mercados son mercadillos, y si son mercados son de pulgas. Lugares a la sombra de la dictadura de lo nuevo, donde las cosas reclaman una nueva oportunidad para no caer en la desazón unívoca del olvido definitivo. Así, todo lo imaginable construido o mirado por el ser humano, todo lo que tenga forma, peso o color, se muestra al paseante como flores abiertas en un campo en un nuevo ejercicio de seducción. Cosas, como todas las cosas llenas de un alma, buscando el calor humano que les dé un nuevo sentido a su existencia. Objetos hechos por humanos que por infinidad de caminos han acabado en este lugar donde parecen ansiar desesperadamente volver a formar parte de sus vidas.
Y es que mientras el tiempo engulle desbocado los días, todos los domingos por la mañana sus hijos desheredados aguardan una mirada que los resitúe y les vuelva a otorgar un nuevo papel en el tiempo presente. Pues sí, todos los domingos por la mañana, culmina en plena calle una procesión, tan inmensa como silenciosa, de cosas que han burlado la muerte y el olvido, que se han revelado contra el abandono y se muestran dispuestas a volver a ser; una procesión que se rehace puntualmente todas las semanas desde lo apartado, lo robado, lo olvidado, lo roto o lo inservible pues es la procesión de los trastos, de la basura y los deshechos, esa que invisible y sigilosamente recorre todas las calles de la ciudad para finalmente acabar mostrándose impúdica y caóticamente cada siete días en una ribera donde antes curtían pieles, en una calle donde cada vez que llueve baja un río al que hay que mirar o en otra en la que se mira el sol sin complejos; un espacio mágico que puntualmente una vez a la semana es un espacio otro, un espacio paralelo, una heterotopía foucaultiana dominical que tiene lugar en esas calles con estatuas de héroes olvidados, iglesias vacías e inmensas corralas rehabilitadas que desembocan en un pequeño campo de un mundo nuevo: el mundo nuevo de las cosas viejas y olvidadas.
El Rastro puede entenderse como una de las caras b del consumo que impone la marcha del capitalismo occidental. Pero observemos cómo, ante la preeminencia del hiperconsumo y los cambios en los hábitos de los ciudadanos de la sociedad virtualizada actual, resiste imperturbable, fortalecido posiblemente, por la distancia ya abismal que hay entre un mundo pasado donde las cosas estaban sustentadas en su esencia por cosas –cosas que eran cosas– y uno nuevo donde todo lo imaginable cabe en un minúsculo chip de memoria binaria. Así, un disco no eran solo sus diez canciones, lo formaban también el vinilo, su color, sus surcos, el diseño de la galleta central, la tipografía elegida, su funda, su portada, sus textos, sus ralladuras, sus manchas del tiempo incluso... todo ello con un peso, con un olor y con una forma que habitaban un espacio y un tiempo. Lo mismo un libro, lo mismo una película y aún mucho más casi todas las fotografías desperdigadas del mundo.
En estos momentos en lo que ya hemos transitado hacia una nueva forma de relacionarnos con las cosas, miles de millones de imágenes antiguas aparecen rezagadas en sus variados soportes de papel o, aún más allá, escondidas en las diapositivas o negativos como gérmenes de lo que pueden llegar a ser. Imágenes que, como larvas atemporales, esperan latentes y expectantes a que alguien las vuelva a mirar y de esta manera recobrar su razón de ser, aunque, sin duda, su sentido distará mucho del que fueron realizadas.
Llevo más de 30 años recorriendo y revisando estos lugares, capturando imágenes olvidadas con la misma pasión con la que posiblemente fueron originalmente realizadas. Cada vez que rescato a una de ellas de ese inmenso maremágnum del olvido, cada vez que la observo, la leo, la analizo, me encuentro volviendo a dar vida a un instante que existió y que, aunque no tenga que ver nada conmigo, hoy revive a través de mi mirada. Ahí reside el secreto de esta acción o este juego fantasmagórico que no es otro que el de volver a dar vida a cosas que el inmenso torrente del tiempo y del azar han hecho que lleguen a tus manos. De repente, cuando adquieres estas imágenes ya eres el dueño de esos instantes y de esos mundos que no viviste pero del que a partir de ahora vas a tener que ser su custodio. Y en ese encuentro inesperado reside además esa maravillosa libertad de la mirada que no participó en la escena, paisaje, rostro o cosa que está contemplando y que, sin embargo, solo se rehace a través de ella misma. Es una mirada libre pero, ante todo, una mirada siempre inocente que se completa con el bagaje acumulado de valores y visiones propias que hemos generado con nuestras vivencias. Y es que en este ejercicio de buscar y encontrar el descubrimiento puede ser cualquier cosa. ¿Quiénes son esos que aparecen en las fotografías? ¿Quién las ha hecho? ¿Para qué se han hecho? ¿Cómo han llegado hasta aquí? ¿Y ahora qué hacemos con lo encontrado? ¿Cómo las miramos o interpretamos ? ¿Qué nueva vida les vamos a conceder? ¿Volverán de nuevo al Rastro?
Mi personal pasión por esta búsqueda y la fascinación permanente en este ejercicio de pensamiento hacia todos esas imágenes que acumulaba de mundos que no me pertenecían, hizo que en el año 2000 publicase un libro titulado Una historia (otra) de la fotografía (Madrid, Taller de Arte, 2000). Se trató de un libro esencialmente visual en el que, a través de la reproducción de más de setecientas imágenes encontradas en varios rastros del mundo, mantenía la tesis de que la verdadera historia de la fotografía era ésta y no la canónica de grandes autores, hitos y tendencias artísticas o conceptuales. Es decir, la verdadera historia de la fotografía era imposible de ser contada linealmente y menos ser comprimida de ninguna manera posible. El caos y la anarquía de las imágenes una vez que se desprenden de sus orígenes y funciones iniciales dotan a las mismas de una nueva vida que las convierten en algo verdaderamente inasible y sobre todo algo libre. Estamos hablando de arte. Estamos hablando de los principios básicos de la física cuántica que son los que rigen las cosas que nunca pueden ser comprimidas en una palabra o en un pensamiento racional simplista y siempre taxológico. Aunque la repercusión del libro fue discreta, se trató del primer gran título publicado exclusivamente sobre fotografía anónima general y precedió al ya famosísimo proyecto Other pictures que el Museum of Modern Art de Nueva York mostró dos años después con magnífica publicación de Twin Palms y que ya supuso el gran pistoletazo para los estudios y publicaciones mundiales de este tipo de fotografía: la fotografía encontrada, la fotografía familiar, la fotografía vernacular y en general la fotografía vivida no realizada con ninguna intención artística. Cada vez somos más en el mundo abriendo la puerta y dejando entrar a estas imágenes desheredadas y otorgándoles un nuevo rol en nuestro imaginario y nuestro pensamiento. Imágenes que vienen a replantear nuestra relación con la historia y que nos cuestionan poéticamente nuestra relación con el mundo. A través de ellas lo que planteamos es un juego que no es otro que el del reto imposible de completar el álbum infinito de estas imágenes que hay por doquier, el juego sin fin y, por tanto, el juego perfecto, ese sin reglas y con incontables posibilidades que está al alcance de todos, el juego de las sombras escondidas que van y vienen a nuestros ojos y que no son otra cosa que versos sueltos sin palabras, versos en imágenes, poesías eternas con interpretaciones sin fin.